CEGUERA
Los arbustos susurran
un lenguaje ancestral. Un zumbido estremece las hojas de un viejo bosque, meciendo al mismo tiempo, los alargados pinos centenarios.
El sol se esconde tímidamente bajo el horizonte.
Jaime, un hombre de
piel pálida y castigada, gafas de sol, barba poblada y una edad cercana a los
50 años, agarra la diminuta mano de Jordi, un niño de mirada brillante. En la
otra mano, Jaime tiene un móvil de última generación. Y en su cuello sostiene
una figurilla de cerámica con forma de hada. El pequeño infante, guía al hombre
por un camino estrecho custodiado por altas barreras verdaceas y una nutrida
vegetación.
Una diminuta gota
desciende animada por la frente de Jaime hasta perderse tras sus gafas.
Jaime se detiene
y fuerza a que Jordi haga lo mismo.
El hombre barbudo
se quita las gafas. Sus ojos son de color blanquecino y están sin vida.
La mano del
hombre busca a la del niño. No la encuentra. Da un paso hacia delante, otro
atrás, pero no se hace con el infante. Le llama. Primero a un volumen bajo,
después con mayor intensidad, requiriendo coger una importante bocanada de
aire.
No da con ninguna
señal de Jordi. Sólo viento, hojas, rugosidad y un infinito vacío.
Jaime coge su
móvil. Marca un número. No hay respuesta. Vuelve a llamar. Tampoco hay
contestación. El adulto levanta su rostro angustiado ¿Qué habrá sido del niño?
¿Dónde se encontrará? ¿Habrá sufrido algún mal?
No da con ninguna
señal de Jordi. Sólo viento, hojas, rugosidad, angustia y un infinito vacío.
VACÍO…
… y un zumbido.
Jaime no ve nada.
Pero sí comienza a percibir algo fuera del alcance de sus cuatro sentidos. No es
algo que pueda explicar. No, al menos, con palabras. Es una especie de
cosquilleo que recorre su espalda. Unos impulsos energéticos que nacen en su
nuca y se van extendiendo hasta las yemas de sus atrofiados dedos.
La piel de Jaime
se ilumina, cada vez más.
Una potente
claridad se esboza entre la espesura de la vegetación naranja, marrón y verde. Esos
colores y detalles que Jaime no ve pero sí siente de alguna extraña forma. Ese
silbido constante y creciente que, ya, en ese momento, se clarifica hasta
concretarse en una sosegada respiración. Y en ese momento, no sabe muy bien por
qué, Jaime es invadido por unos remotos recuerdos de su infancia en su pueblo
natal, cuando todavía no había perdido la visión y al poco de ir a vivir a la
ciudad. Justo cuando su mundo había sufrido una evidente transformación. Justo en aquellos meses en los que perdió su
vista. Desde entonces sólo podía recordar olores ocres, desaturados y grises
que le habían hecho olvidar el campo y su vida pasada.
Jaime comienza a
recordar. Sus ojos se van imbuyendo de vida y vuelven a cobrar vida gracias a aquella luz. Y donde había gris, ahora
aparece la vitalidad de su verde miel.
Jaime instintivamente acaricia el colgante con forma de hada, el cual brilla bajo la potente luz que emerge de entre los árboles.
La presencia se
acerca cada vez más. La puede adivinar. Y por primera vez, desde hace
décadas, puede verla. Sí. Ante él se revela la verdadera belleza relegada.
Atentamente, Javier Valenzuela.