Javier Valenzuela director de cine

Javier Valenzuela director de cine

miércoles, 13 de diciembre de 2017

MICRO RELATO

CEGUERA
Los arbustos susurran un lenguaje ancestral. Un zumbido estremece las hojas de un viejo bosque,  meciendo al mismo tiempo, los alargados pinos centenarios. El sol se esconde tímidamente bajo el horizonte.
Jaime, un hombre de piel pálida y castigada, gafas de sol, barba poblada y una edad cercana a los 50 años, agarra la diminuta mano de Jordi, un niño de mirada brillante. En la otra mano, Jaime tiene un móvil de última generación. Y en su cuello sostiene una figurilla de cerámica con forma de hada. El pequeño infante, guía al hombre por un camino estrecho custodiado por altas barreras verdaceas y una nutrida vegetación.
Una diminuta gota desciende animada por la frente de Jaime hasta perderse tras sus gafas.
Jaime se detiene y fuerza a que Jordi haga lo mismo.
El hombre barbudo se quita las gafas. Sus ojos son de color blanquecino y están sin vida.
La mano del hombre busca a la del niño. No la encuentra. Da un paso hacia delante, otro atrás, pero no se hace con el infante. Le llama. Primero a un volumen bajo, después con mayor intensidad, requiriendo coger una importante bocanada de aire.
No da con ninguna señal de Jordi. Sólo viento, hojas, rugosidad y un infinito vacío.
Jaime coge su móvil. Marca un número. No hay respuesta. Vuelve a llamar. Tampoco hay contestación. El adulto levanta su rostro angustiado ¿Qué habrá sido del niño? ¿Dónde se encontrará? ¿Habrá sufrido algún mal?
No da con ninguna señal de Jordi. Sólo viento, hojas, rugosidad, angustia y un infinito vacío.
VACÍO…



… y un zumbido.
Jaime no ve nada. Pero sí comienza a percibir algo fuera del alcance de sus cuatro sentidos. No es algo que pueda explicar. No, al menos, con palabras. Es una especie de cosquilleo que recorre su espalda. Unos impulsos energéticos que nacen en su nuca y se van extendiendo hasta las yemas de sus atrofiados dedos.
La piel de Jaime se ilumina, cada vez más.
Una potente claridad se esboza entre la espesura de la vegetación naranja, marrón y verde. Esos colores y detalles que Jaime no ve pero sí siente de alguna extraña forma. Ese silbido constante y creciente que, ya, en ese momento, se clarifica hasta concretarse en una sosegada respiración. Y en ese momento, no sabe muy bien por qué, Jaime es invadido por unos remotos recuerdos de su infancia en su pueblo natal, cuando todavía no había perdido la visión y al poco de ir a vivir a la ciudad. Justo cuando su mundo había sufrido una evidente transformación.  Justo en aquellos meses en los que perdió su vista. Desde entonces sólo podía recordar olores ocres, desaturados y grises que le habían hecho olvidar el campo y su vida pasada.
Jaime comienza a recordar. Sus ojos se van imbuyendo de vida y vuelven a cobrar vida gracias a aquella luz. Y donde había gris, ahora aparece la vitalidad de su verde miel.
Jaime instintivamente acaricia el colgante con forma de hada, el cual brilla bajo la potente luz que emerge de entre los árboles.

La presencia se acerca cada vez más. La puede adivinar. Y por primera vez, desde hace décadas,  puede verla. Sí. Ante él se revela la verdadera belleza relegada.

Atentamente, Javier Valenzuela.

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